Abrió sus manos para alcanzar el volantín.
Desde abajo, parecía tan sencillo; casi como arrancar trozos a las nubes cuando el invierno rugía sobre su cabeza.
Los caballos corrían alrededor del sendero, y ella decidió correr un poco más rápido para subirse a uno de ellos e impulsarse; tal vez de esa manera, el volatín tricolor finalmente llegaría a su poder.
Su juventud se alimentó con el deseo de triunfar; sus piernas se movieron rápido, con la ilusión de alcanzar a los caballos; solo se interpuso una reja de madera, un tanto vieja, un tanto húmeda y gastada por las lluvias incesantes del sur, verde sur.
El salto fue limpio, la caída no tanto.
Abrió sus manos para tocarse la rodilla, que ahora sangraba y se llenaba de la tierra del camino.
Su cabeza comenzó a girar, o el mundo mismo, o quizás era ese movimiento del planeta que le habían hablado en el colegio.
Los caballos estaban lejos, casi como el volantín que ahora, en su tricolor brillante, parecía sonreírle e invitarla a jugar.
Sus ojos viajaron también; se encontró con la mirada atenta de su madre, que ya corría hacia los prados húmedos; en sus manos aún tenía los rastros de la ensalada de achicoria y el tomate recién cortado; sabía bien la pequeña que el almuerzo estaba a la vuelta del reloj; las pantrucas recién hechas, el vasito de jugo de naranja. Su madre con los ojos llenos de lágrimas por la cebolla de la ensalada chilena, que tanto le gustaba a su padre.
El padre, sentado en el rincón de la chimenea sorbiendo la bombilla del mate.
Los brazos de su madre eran tibios, siempre lo eran; esta vez no fue la excepción. La temperatura adecuada para sentirse protegida; las manos cerradas sobre la herida que parecía sanar casi de manera automática.
La pequeña elevó la vista, un poco más centrada
el volantín, ahora caía balanceándose lentamente; bailando al ritmo del viento de verano, bailando su último baile. La niña rió; su madre la miró con un dejo de preocupación, pero con la calma necesaria para no infundirle temor. La niña volvió a reír, porque ahora el tricolor descansaba sobre su árbol favorito. el que tenía la pequeña casa de madera en su base, aquella que su padre, entre mate y mate, había construido para su deleite.
Esa noche, el volantín descansó entre los sueños de la pequeña y un montón de peluches. Afuera, la tormenta resonaba, aun, distante.